Tesis sobre un homicidio

Editorial Sudamericana – Narrativas Argentinas

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Tras recibirse de abogado en Francia con un promedio brillante, a los 23 años Paul Besançon regresa desde París a Buenos Aires para asistir a un Seminario del prestigioso criminalista Roberto F. Bermúdez. Al promediar el curso, el cadáver de una joven aparece detrás de la Facultad. El profesor sospecha de su mejor alumno, pero, por primera vez en su vida, no sabe cómo probarlo. Este, en cambio, entre el desprecio por el resto de la Humanidad y su obsesión devota por la actriz Juliette Lewis, avanza en la demostración de su tesis sobre la imposibilidad de la Justicia.

«Tesis sobre un homicidio» ganó el premio de Novela del diario La Nación en 1998 entre doscientos cincuenta textos, por unanimidad del jurado compuesto por Tomás Eloy Martínez, María Esther De Miguel, Marhta Mercader, Eduardo Gudiño Kieffer y Martín Noel. Es la primera novela que publica Diego Paszkowski, su autor.

Según Tomás Eloy Martínez, la novela de Paszkowski «marca un renacimiento del relato argentino con una fuerza que no se veía hace mucho tiempo. Hay un lenguaje muy personal y diferente en ‘Tesis’ y una tensión constante en el tono del relato. Para quien conoce el oficio, se nota mucho trabajo y mucha exigencia interna. Lo bueno es que el lector no se va a dar cuenta«.

Prólogo de Justo Navarro para la edición de bolsillo (2007):

Tiene Diego Paszkowski propensión a la aventura y la intriga, géneros que, tratados con ingenio, hacen de lo fabuloso un ingrediente habitual de lo cotidiano. Supongamos que un ser excepcionalmente favorecido por la fortuna idea en una biblioteca un crimen. Lo cometerá por amor al arte del asesinato: no para burlar a la justicia en beneficio propio, sino para demostrar que la justicia es una burla, un fiasco, literalmente justicia ciega, torpe, ineficaz e incapaz. No será castigado el asesino, porque actúa desinteresadamente, como un científico, o por gusto, por amor a las artes jurídicas. Diego Paszkowski ha inventado un criminal puro, licenciado en Derecho, carrera elegida para demostrar que la vida vale poco, y mucho menos la ley. Es un niño rico, de 23 años, el joven abogado Paul, hijo de diplomático francés. Ve la ley como un intento ridículo e imposible de organizar el desorden. A Buenos Aires, donde su padre sirvió en la embajada de Francia, ha vuelto para matar por placer, porque quiere, impunemente, bien educado en los museos y los clásicos y las películas de Juliette Lewis. El licenciado sufre una fijación, una pasión impotente por la protagonista de Natural Born Killers, y Diego Paszkowski se ha arriesgado a entrar en la mente monstruosa del fan de Juliette. La novela de tesis se metamorfosea asombrosamente en un psycho-thriller. Preparado en la biblioteca de la Facultad de Derecho, el asesinato perfecto implicará a un profesor, antiguo juez, inesperado detective a la caza de la fiera inteligente. Es una figura de la Serie Negra clásica, porque el maestro de juristas está gastado y cansado, como salido de una película de los años cuarenta y cincuenta, pero sin pistola ni sombrero, abandonado por su mujer, bebedor: la vida es un fracaso personal. Lo único que le queda al pobre es la confianza en la justicia. Y entonces alguien viene a decirle que la justicia no vale, y se lo demuestra cometiendo un crimen repulsivo bajo la ventana del aula donde el profesor imparte sus clases. No sabemos todavía si Diego Paszkowski y su detective ebrio conseguirán burlar al burlador de la ley, asesino de manos delicadas y crueles, que no dejan huellas. A la verdad se llega a partir de ciertos indicios, y, como decía Watson, la investigación debería ser una ciencia exacta, pero en este crimen no hay indicios que permitan aplicar la lógica detectivesca. Queda una posibilidad para solucionar el caso, propia de la novela negra a la americana, tal como la interpretó Gilles Deleuze: la verdad es lo de menos, y sólo cabe esperar los errores del sospechoso, el momento en que el culpable reincide. La misión del detective es «provocarlo, obligarlo a manifestarse tendiéndole una trampa». Deleuze, pesimista, adivinó que la solución de los casos criminales depende muchas veces de la delación y la tortura, y Diego Paszkowski lo pone a prueba, como en un juego, en su inusitada y terrible novela policial, que, fiel a la tradición argentina de la literatura de crímenes, acaba planteando implícitamente una reflexión metafísico-política, muy preocupante en este caso. Gilbert Keith Chesterton vio en los enigmas policiacos un emblema de misterios más altos, y no es improbable que tuviera razón.

 

Tesi su un omicidio Editorial Fanucci - Italia

Tesi su un omicidio
Editorial Fanucci – Italia

Tese sobre um homicídio Editorial Ambar - Portugal

Tese sobre um homicídio
Editorial Ambar – Portugal

Tesis sobre un homicidio Tesis sobre un homicidio fue publicado en España en Marzo de 2013 por DeBolsillo, con motivo del estreno de la película en ese país.

Tesis sobre un homicidio fue publicado
en España en Marzo de 2013 por
DeBolsillo, con motivo del estreno de la película en ese país.

Tese sobre um homicídio Tesis sobre un homicidio será publicado en Francia por La dernière goutte en octubre de 2013.

Tese sobre um homicídio
Tesis sobre un homicidio será publicado en Francia por La dernière goutte en octubre de 2013.

Tesis sobre un homicidio republicada en Francia por Editions de Seuil en 2015.

Tesis sobre un homicidio republicada en Francia por Editions de Seuil en 2015.

Tesis sobre un homicidio en la colección de policiales del diario La Nación

Tesis sobre un homicidio en la colección de policiales del diario La Nación


Tesis sobre un homicidio
CAPÍTULO CINCO

       Esta noche, antes de la clase, esta noche es el ensayo general, piensa Paul y le parece bien que el ensayo sea ese viernes, porque la semana siguiente comenzará el análisis de los delitos contra las personas, que es lo que a él le interesa, el primero específicamente, el más importante, el que le va a demostrar a Bermúdez, que oculta la efe de su nombre y Paul no se animó a preguntarle, y nunca sabrá que su segundo nombre, Filomeno, lo avergüenza por un motivo pueril, que es el pensar, como piensa, que nadie que se llame así puede firmar una sentencia seria, le va a demostrar a Bermúdez que desde siempre todos, que todos los hombres como él estuvieron siempre equivocados, porque la ley es, apenas, un intento vano de organizar el desorden, los inútiles destellos de la sociedad por darle forma a un azar inevitable, como inevitable es que llegue el viernes próximo, y que haya llegado éste, él ya bien despierto después de haber desayunado, y almorzado, y después de haber soñado otra vez con un puente, con el Pont Royal, Juliette y él casándose en un puente como ella en Natural born killers, a un lado sus padres, al otro Bermúdez pero solo, solo, qué raro que esté solo, ya no está aquella mujer, esto debe ser un sueño, piensa Paul al despertarse para desayunar, y almorzar, y para llegar a que en la televisión, ahora, a las dos y cuarenta y cinco de la tarde, ella esté mirando los ojos de Brad Pitt, del Brad Pitt de Kalifornia, que lo esté mirando de la misma forma en que lo habrá hecho en la intimidad de la vida real, y que él, Paul, haya decidido hacerlo, porque sí, porque la justicia es ciega y porque ya ha hecho todo lo demás, el lunes compró todo lo publicado por el doctor Roberto F. Bermúdez en la librería Porto, de la calle Talcahuano número cuatrocientos cuarenta, entre Corrientes y Lavalle, donde en la vitrina del frente se exhibe Homicidio simple y calificado en la legislación, la doctrina y la jurisprudencia, de Ediciones Depalma, y adentro también se puede comprar Criminología y dignidad, La estructura de la Justicia y el Tratado práctico de Derecho Penal, de Editorial Abeledo-Perrot, y El Poder del Juez y Racionalidad de las Leyes, de Editorial Astrea, que la amable empleada le ofreció a Paul después de haber buscado Bermúdez en la computadora y, con todo el tiempo del mundo, invitarlo ahí mismo, en la barra del bar que hay dentro de la librería, o en alguna de las catorce mesas con manteles floreados que pueden verse al fondo del local, invitarlo a tomar un café que él, Paul, hubiera aceptado con gusto pero que no aceptó, aunque nada le hubiera agradado más que escuchar de boca de la señora, de la amable vendedora de la librería, las historias de la vida y la obra, de la fama alcanzada por el gran Roberto F. Bermúdez, porque todo eso podía esperar una mejor ocasión, ya que había que caminar una cuadra más por la misma calle Talcahuano y, frente a una plaza, entre Lavalle y Tucumán, llegar a los Tribunales y subir nueve escalones, dar dos pasos, subir siete escalones, y cinco pasos, y siete escalones más para, desde el hall central, quedarse largos minutos contemplando la escultura firmada ostentosamente en la base por un tal Rogelio Yrurtia, que Paul ha comprendido que es a todas luces un vulgar imitador de Rodin, quedarse contemplando a aquella mujer, sus manos de cemento extendidas hacia adelante, sin venda ni balanza pero con la expresión ciega, con los ojos de una ciega, iluminada desde atrás como una virgen, y entonces imaginar el tubo fluorescente detrás de ella y escuchar a alguien que se detiene junto a él para decir ¿le gusta?, es la equidad, y al girar la cabeza ver que ese alguien es un policía de uniforme, con una pequeña placa de plástico que dice Sargento L. S. Cardozi, y contestar sí, que sí, que es muy interesante, y pensar en équité y en aequus, en tantas estúpidas clases de latín para llegar a encontrarse con un policía sudamericano hablándole de arte en pleno palacio de justicia, policía sin birrete, qué distinto a los de Francia, qué distinto todo, tantos niños y tantos perros, piensa Paul al pasear por el Centro, no recuerdo nada de cuando era chico, piensa, taxis todos amarillos y negros y no de cualquier color, personas que, en la calle, se tocan demasiado, parejas que van de la mano, hombres que se saludan entre sí con un beso en la mejilla, gente que levanta el tubo del teléfono en cualquier cabina pública y lo lleva siempre a la oreja antes de marcar, pobre gente, piensa Paul, que no da por descontado que debe haber tono, y aunque aquí en el Centro esté Telefónica, por suerte en Recoleta Telecom sigue siendo Telecom, como en Francia, y en la calle hay cabinas rojas, como en Londres, aunque por aquí no hay negros, y entonces quién limpiará el metro y atenderá los Mc Donalds, piensa al avanzar por la avenida Corrientes y ver el Obelisco, insípido si se lo compara con cualquiera de los monumentos de París, o con el mismo obelisco de su ciudad, no liso como éste sino con inscripciones y dibujos grabados en la piedra, directamente traído de Egipto, instalado en París el 25 de octubre de 1836 y con la leyenda en letras doradas en présence du roy Louis Philippe 1er cet obelisque transporté de Louqsor en france a été dressé sur ce piédestal, y aunque es más chico que el de Buenos Aires todos los demás monumentos de su ciudad son más grandes, mucho más imponentes, y por lo visto por aquí Louis Philippe no es un rey sino una marca de camisas, no hay nada que demuestre que tienen historia, en París hay flores recientes depositadas por episodios ocurridos hace más de quinientos años, aquí no hay nada, en la calle ni siquiera toilettes públicos por dos francos, sólo hay quioscos y más quioscos y muchas estaciones de servicio en plena ciudad, allí son apenas surtidores escondidos, y los números, toda la numeración de las calles es curiosa, es graciosa, piensa Paul, van de cien en cien, llegan a números altísimos, yo mismo vivo al 1900, cuando en París estaba en el 24 de la rue de Longchamp, allí los números de las casas van de dos en dos, sin importar la cantidad de cuadras que ocupen, y las calles no son tan previsibles, tan paralelas, y al fin lo único que tiene de agradable esta ciudad, piensa Paul, es que no hay una presencia policial tan agobiante, tan evidente, no están esos grupos de ocho o diez policías armados con metralletas entrando en bloque a todas partes a buscar árabes siempre sospechosos, aquí esas imágenes no existen y sólo por eso vale la pena haber venido, piensa Paul al volver sobre sus pasos unas seis cuadras hasta el Citibank de Corrientes y Callao, de donde sacó suficiente dinero en efectivo, a pesar de que tanto los seis libros como las ocho películas las pagó con tarjeta de crédito, pero lo de las películas fue después, porque fue después cuando tuvo que preguntar dónde se venden, y llegar hasta un barrio llamado curiosamente Once, aunque en la ciudad no hubiese ninguno llamado Diez, ni Nueve, como los arrondisement de su ciudad, de todas formas en París las había comprado en La Defense, un lugar distinto a todo, con su magnífica explanada y su grande arche, tan moderno, tan del futuro, tan parecido a Juliette Lewis, en el nivel 1 de la FNAC de La Defense encontró todas las películas que buscaba, desde la entrada hasta los sensores de seguridad hay veinticinco pasos, y luego veintidós hasta una escalera lamentablemente mecánica, no hay forma certera de contar, los pasos dependen de la velocidad, qué cosa extraña, qué complejos son estos sistemas, qué decepción, pero en la calle Junín, de Once, repartidas en varios locales, halló al fin las películas que pagó con tarjeta porque era su vida y no tenía nada que ocultar, porque no tenía nada que ver con el crimen que iba a cometer, si las circunstancias eran propicias, dentro de una semana, y además el dinero en efectivo era útil para otros elementos, para el formol y la jeringa, de venta libre en todas las farmacias, para los guantes de goma, para la pieza de seda que compró dos días después, el miércoles, en el mismo barrio de Once, donde se concentran las mercerías y las tiendas, y también servía para pagarle a Anita, y para las compras de ella en el supermercado, y para pagarle al dueño de la armería, aunque lo de las armerías sucedió el jueves, toda la mañana del jueves, que fue la única en que no leyó alguno de los libros de Bermúdez en la biblioteca de la facultad, muchas horas de la mañana del jueves recorriendo armerías por el Centro, por las calles peatonales, por las calles interiores, por las tripas de ese Centro repleto de armerías, para los ojos de Paul repleto de vidrieras de armerías y, tras las vidrieras, de vendedores con expresiones diversas, aburridas algunas, criminales otras, difíciles de catalogar otras tantas, y estudiar las caras, las expresiones, hasta hallar la correcta, la de un vendedor con los ojos vencidos, con la cara marcada por el tiempo y la corrupción, un vendedor capaz de aceptar cinco mil dólares, los cinco mil dólares flamantes guardados en el bolsillo de su abrigo de gamuza, a cambio de una pistola calibre 45 sin papeles ni formularios que llenar, ni forma de ser rastreada, mirar las caras hasta encontrar esta, la del hombre de la tienda de Rivadavia y Montevideo, la cara ávida de quien ha perdido los escrúpulos, o de quien no los ha tenido nunca, la cara que se volverá ansiosa, aún más repulsiva, ¿de un ex policía?, ¿de un ex militar?, a Paul no le importa, no le importa nada de lo que lo rodea, las vitrinas con escopetas de todos los tamaños, la decoración rústica, los binoculares colgados en las paredes de piedra, ni los accesorios para pesca, ni las muchas armas fabricadas en Brescia, Italia, por Pietro Beretta, alineadas sobre paños de seda roja, ni las pequeñas armas de fuego bajo los vidrios de los mostradores, ni la gente que, en la calle, ni siquiera advierte que en el local ha quedado un solo comprador, él, a quien únicamente le importa ese paquete pesado, en papel madera, que el hombre, después de haber cerrado con llave la puerta de la tienda, le está entregando, sólo le importa que el hombre cuente rápido los billetes del fajo que Paul ha depositado sobre el mostrador de vidrio, debajo del cual esperan otras armas para otros crímenes, y balas, que el hombre no se olvide de incluir en el paquete la caja de cincuenta balas de punta hueca, y el silenciador, que cuente rápido el dinero flamante, que le deje conservar la faja de papel con el sello del banco, que abra rápido la puerta para que Paul pueda salir de una vez por todas de ese lugar, y que por favor antes de hacerlo olvide extenderle la mano, porque nadie debería darle la mano a un hombre así, piensa Paul mientras rechaza el saludo y sale a paso rápido en busca del estacionamiento de la misma avenida donde lo espera su auto, la seguridad de su auto, el confort, todo el confort de su Peugeot 306 que lo llevará sano y salvo al departamento de la Avenida Alvear, el jueves, un día antes del ensayo del crimen, mientras en la ciudad la noche va ganando la batalla, los ejércitos oscuros imponen su dominio, y en la caja fuerte de una habitación libre de su casa se reúnen por única vez todos los elementos, faja de banco, pistola, silenciador, balas, formol, jeringa descartable, guantes de goma, cuchillo, lazo de seda para asfixiar el cuello elegido, elegido al azar, por el azar que rige todas las acciones, la acción de llevar desde la caja fuerte al living el paquete, y desatarlo, y sostener en la palma de la mano la pistola y no revólver calibre cuarenta y cinco, tener en sus manos un arma por primera vez en la vida, un arma más pequeña y más pesada de lo que había imaginado, con balas más brillantes de lo que hubiera supuesto, un arma verdaderamente estética, alargada por el silenciador, estilizada, hermosa, un arma acorde a las circunstancias, un arma limpia, perfecta, una verdadera obra de arte, una obra de arte ya preparada y vuelta a guardar en la caja fuerte de la habitación, aunque en el living haya quedado luego algo así como el espíritu del arma, la sensación de que el peligro estuvo ahí, cuando Paul se llevó la pistola cargada a la sien derecha y la mantuvo firme, mirándose en el ventanal, la mantuvo firme tres, cuatro, cinco minutos exactos hasta que comenzó a dolerle el brazo, pero no transpiró, no tuvo miedo, rozó todo el tiempo con la yema del dedo índice el gatillo y no tuvo miedo, no le molestó verse así, como un loco, ver el triángulo formado por el lado derecho de cabeza y cuello, y su brazo al sostener la pistola, ni que eso haya quedado en el ventanal, grabado en el reflejo del vidrio como una fotografía del recuerdo, los ojos abiertos, el cuello fino, la camisa blanca, el pelo oscuro, la mano firme, los ojos claros, la pistola que pudo haberse disparado, que pudo haber puesto fin a todo pero que no lo hizo, fin a todas las acciones pero que no lo hizo, la acción de encender la computadora, en el living, de iluminarse con el reflejo azul de la pantalla, y escribir “muerte a todas las mujeres como ella”, en letras bien claras, tipografía Footlight MT light, cuerpo setenta y dos, que es el más grande que muestra el programa, un Microsoft Word 7.0 en su notebook y, después de imprimir, contestarle a la pantalla que no cuando pregunta voulez vous garder les changements faits au document 1?, borrándose así todo para siempre, borrando todo para siempre, piensa Paul y sonríe al recordar aquellas viejas máquinas de escribir, en esas películas en las que por una letra tipiada dos milímetros más arriba, o más abajo, se descubre al asesino, al asesino de mujeres, porque sí, porque sería una mujer muy parecida a ella, parecida a ella como la mujer en el auto celeste que el lunes pasado, y también el miércoles, y esperemos que hoy viernes también, piensa Paul, a las ocho y cuarto de la noche detiene su Renault 21 en el semáforo de la rotonda de Libertador hacia Pueyrredón, no, no lo detiene, Paul hace que se detenga con sólo apretar el botón que hay en el poste del semáforo, aprieta el botón y el semáforo, que usualmente está en verde, cambia de inmediato a rojo para que la gente pueda cruzar, para que la gente pueda escoger autos, piensa Paul y hace una y otra vez que el semáforo, por breves segundos, por segundos apenas suficientes como para cruzar, cambie a rojo, cambia a rojo cuando ve que está llegando por Libertador el auto de la chica que invariablemente se retoca el maquillaje mirándose en el espejito, maravillosamente distraída, como invitándolo, maravillosamente parecida, maravillosamente tentadora con la puerta del acompañante las dos veces destrabada y esperemos que hoy también, pero más que hoy el próximo viernes, el día del crimen, piensa Paul y al pensarlo no puede evitar sonreír una vez más, sonreír por el recuerdo de las horas de angustia al mirar otros Renault 21 insignificantes, como el del mismísimo Bermúdez que descubrió la semana anterior, o como los tantos Renault 21 conducidos por mujeres sin importancia, sin valor porque no volvían a pasar o porque no eran ni remotamente parecidas, o porque si eran parecidas no volvían a pasar, y si pasaban varias veces eran muy distintas a Adele, a Mallory, a Rain, a Sheri, a Amanda, a Danielle, a Becky, a Gracie, hasta que el lunes, el mismo lunes, llegó ella, que de tan adecuada le hizo pensar, en un primer momento, en que desaparecería para siempre, idea que se reforzó el martes, sumiéndolo en una tristeza indescriptible, que por suerte se derrumbó el miércoles, ocho y cuarto de la noche, semáforo, esquina, maquillaje, puerta destrabada, una mujer que no era nadie, que era ella, que no podía tener nombre propio y que si lo tenía era igual, no le alcanzaría el tiempo para pronunciarlo porque el viernes siguiente, cuando apareciera como al fin está apareciendo ahora, Renault 21 celeste, y se detenga cuando Paul haga cambiar el semáforo a rojo, y se retoque el maquillaje como lo hace ahora, y tenga la puerta tan destrabada como Paul la puede ver desde el cordón, junto al semáforo, con sólo dar dos pasos subirá al auto y la obligará a conducir hacia donde está caminando ahora, donde ahora está parado, justo detrás de la Facultad de Derecho, toda una paradoja, todo un regalo para Bermúdez, un regalo de Paul Besançon, que se subirá rápido al auto de ella, que se estará maquillando como siempre, y le mostrará el arma, no tendrá que hablar mucho, sólo breves indicaciones, que ella crea que es sólo un robo y no una violación, porque las violaciones ponen nerviosas a las mujeres y por eso él nunca quiso ser mujer, porque las violaciones son dolorosas y muchas veces seguidas de muerte, de una muerte triste, poco heroica, de una muerte mucho más dolorosa que pudrirse en una cárcel sudamericana, donde al menos uno, hombre, puede defenderse, defenderse como no podrá hacerlo ella cuando sea obligada a bajar del auto, detrás de la facultad, en el descampado que hay después del estacionamiento, antes de llegar a las vías de un tren que pasa todo el tiempo y a Paul le gusta pensar que es siempre el mismo tren, un único tren que va y vuelve todo el tiempo de la terminal de Retiro a la primera estación, y que al pasar, a esa hora y en todas las horas de la noche, no alcanza a iluminar el descampado, piensa Paul a las ocho y media, con media hora de tiempo, con tiempo más que suficiente para cambiarse la ropa que llevará en un bolso por si se mancha de sangre al consumar el acto, y llegar a las nueve en punto a la clase donde el gran profesor Roberto F. Bermúdez, después de haber mirado todo sin ver desde la ventana del aula, después de quedarse quieto en la ventana, ciego como la justicia y delatado por la luz del salón que ahora Paul vuelve a contemplar, desde la oscuridad del descampado, recortando su figura en la segunda fila de ventanas, llegar a tiempo a la clase en que Bermúdez le explicará, como si él no supiera de qué se trata, la primera bolilla de la parte especial del seminario, delitos contra las personas, homicidio.

© 1999, Diego Paszkowski

© 1999, Editorial Sudamericana S.A.